sábado, diciembre 31, 2016

El mensaje visual de Roberto Bolaño

Me gusta cómo escribe Roberto Bolaño pero tampoco soy un gran fan. He leído varios libros suyos: Estrella distante fue el primero, me pareció una buena obra para meter el morro y como me gustó, poco a poco he ido leyendo otros: Nocturno de Chile, Los detectives salvajes, Una novelita lumpen. Me atrae su capacidad de fabular, un poco al modo de esas personas verbosas que te envuelven con su discurso, con el tono de su voz y es como si te hipnotizaran porque les escuchas y a veces te desentiendes de lo que dicen porque a lo mejor ni te interesa pero te han atrapado con su musicalidad contagiosa, con su imperiosa necesidad de comunicarse, y por ello quieres que sigan hablando. Así me pasa un poco con Bolaño. Me captura con su prosa, a menudo febril, y me dejo enredar con sus fabulaciones pero tan pronto le acabo de leer me desentiendo de sus historias y de sus personajes. No me deja poso. Siento que divaga, se dispersa, y no identifico con claridad el tratamiento de los conflictos humanos que me interesan.

Ahora, estoy leyendo Llamadas telefónicas. Es un libro de relatos que, en su día, cuando se publicó en 1997, ya me lo recomendó un amigo escritor aunque entonces no le hice caso. De este libro lo que más me ha llamado la atención –al menos por el momento, cuando llevo completado dos tercios del mismo- es la foto de Roberto Bolaño que aparece en la solapa de la portada. Y esto es así por varias razones. En primer lugar, el escenario en el que aparece retratado es la esquina de una cocina. Me inclino a pensar que es la cocina de la casa en la que vivía entonces. De ella se aprecian varios utensilios para cocinar que cuelgan de la pared recubierta de baldosas blancas a la altura de su cabeza: un colador de tamaño grande, un par de cazuelas pequeñas, un rallador, un sacacorchos, todos ellos justo encima de las bandejas dispuestas de canto. Se adivina también la presencia de un calentador de butano en el extremo alto de la foto, del que sólo se aprecia la parte inferior.




Roberto Bolaño aparece sentado en una actitud relajada, informal, acorde con una escena doméstica, el brazo apoyado en la encimera y la mano sobre un vaso vacío. Llama la atención su aspecto descuidado: la sombra de la barba incipiente, el cabello alborotado, las cejas desordenadas, su vestimenta “de andar por casa” y, sobre todo, sus ojos entrecerrados que otorgan a su rostro un aspecto cansado que alguien también podría interpretar como “alegre”. Uno de esos semblantes captados con un gesto poco favorecedor que a menudo impulsan al fotógrafo a “sacar otra por si acaso”.

Me pregunto qué es lo que llevaría a Roberto Bolaño a elegir precisamente esa foto para la que fue su segunda novela publicada por Anagrama. ¿Sería una especie de pose por parte del escritor chileno, una declaración de intenciones respecto de su tipo de vida entonces? La esquina de una cocina que se adivina de aspecto humilde como marco idóneo para alguien habituado a vivir en la precariedad –así también los propios personajes de los relatos de Llamadas telefónicas-, que no parece tener pretensiones de tipo material, como si estuviéramos ante alguien más próximo a Bukowski que a esos escritores que cuidan su imagen y a menudo lucen elegantemente trajeados. Porque lo cierto es que a Bolaño no le hubiera costado el menor esfuerzo procurarse un retrato más aséptico. No parece casualidad, por tanto, la elección de la foto sino que con ella parece transmitir un mensaje.

Me pregunto también cuál sería la reacción de la editorial al recibir semejante foto a modo de presentación por parte del autor del libro. Si la aceptarían de buen grado o si tratarían de convencerle para que la cambiara por otra. Por aquel entonces Bolaño aún no era un escritor conocido y por ello dudo sobre su capacidad para imponer sus decisiones a los responsables  de una editorial como Anagrama que había decidido apostar por él. ¿Porfiaría a fin de que aceptaran esa foto?, ¿se vería obligado a justificar ante la editorial su decisión?, ¿la aceptarían encantados?, incluso quién sabe, ¿le animarían a que eligiera una foto feísta que fuera a tono con el contenido del libro?  

La foto está sacada por el hijo de Roberto Bolaño, Lautaro, al menos su nombre así consta en la solapa junto al símbolo que reconoce los derechos de autor. Según su madre, Lautaro tenía 13 años al morir su padre en 2003 y según he comprobado en una entrevista en mayo de 2008 tenía 17. Por lo tanto, teniendo en cuenta que Llamadas telefónicas fue publicado en 1997, la foto en cuestión sólo pudo ser sacada, como muy tarde, cuando Lautaro Bolaño tenía ¡7 años! Y eso que por aquel entonces aún no se llevaban las cámaras digitales y mucho menos los móviles y demás parafernalia. A eso le llamo yo un signo inequívoco de precocidad artística. Recién salido del jardín de infancia ver tu foto ya publicada en el libro de una editorial prestigiosa. Todo ello me invita a pensar que, de puertas afuera, en los inicios de su carrera Roberto Bolaño se veía a sí mismo como un personaje. Lo extraño, por tanto, sería que no se desdoblara entre los que pueblan sus novelas. Hubiera sido interesante conocer la evolución del mismo a raíz de su éxito. Tampoco descarto la posibilidad de que la foto no la sacara Lautaro y, por alguna razón, se le adjudicara a él. Claro que esa hipótesis pertenece a la ficción y no parece aconsejable  enredarse en ella antes incluso de abordar el primer párrafo del primer relato de un libro si bien admito que, al menos por el momento, es la historia de Llamadas telefónicas que más me ha llegado y eso que, al igual que las otras, tiene un final abierto cuando a mí me gustan más bien cerrados.          

martes, diciembre 27, 2016

rayito

Un rayito en clave de esperanza para el nuevo año que ya llega.


 A little flash in a key of hope for the new year that comes.

sábado, diciembre 24, 2016

Nochebuena con los Simpson

Aquella Nochebuena, coincidiendo con la hora de la cena, uno de los principales canales de televisión emitía sin cesar episodios de los dibujos animados ¨Los Simpson¨. Me pareció extraña, por no decir desacertada, semejante decisión por parte de los responsables de programación de la cadena. Aunque lejos de ser un entusiasta de la Navidad entendía que el humor cínico y corrosivo de los Simpson chirriaba en una noche como aquella, algo que no parecían compartir mis sobrinos quienes, sentados en un extremo de la mesa, no despegaban sus miradas de la pantalla del televisor. Al observarles pensaba en el contraste entre los dibujos animados que habían marcado nuestras infancias. Me decía que a diferencia de nuestra generación, crecida con las aventuras de Heidi, a ellos les había sido arrebatada de cuajo la ingenuidad, la capacidad de ilusionarse, de soñar. Por ello, en lugar de reprocharles el prestar tanta atención a Los Simpson y desentenderse del espíritu de la Nochebuena, sentí lástima por aquellos niños que no parecían haber experimentado la inocencia, la fantasía que, por propia experiencia, yo asociaba a la infancia. No habíamos terminado la sopa de pescado cuando, al parecer, Magdalena contrarió a mi hermano mayor al reafirmarse en su negativa a firmar no sé qué documento y entre los adultos sentados en torno a la mesa se deslizaron los primeros reproches, que pronto fueron duras acusaciones y ya se había armado una tremenda bronca familiar. Impasibles, ajenos en apariencia a cuanto acontecía a su alrededor, los niños se llevaban la cuchara a la boca con gesto mecánico sin apartar un instante la vista del televisor. Aquella Nochebuena aprendí unas cuantas cosas, entre ellas que me había hecho mayor.


martes, diciembre 20, 2016

Memoria de elefante, António Lobo Antunes

Alguien dijo –no recuerdo quién- que la posición geográfica de Portugal como país ultraperiférico en Europa lo dejaba al margen de los intercambios artísticos, de la influencia de las vanguardias que germinaban en los puntos más calientes del continente. A cambio, sus creadores crecían en libertad lo que con frecuencia se traducía en elevadas cotas de originalidad. En ello pensaba cuando decidí estrenarme por fin con una novela de uno de los escritores portugueses contemporáneos más veteranos y representativos: António Lobo Antunes, un autor que anticipaba complicado y que, siguiendo el consejo de un crítico, decidí abordar a través de su primera novela sabedor de que si en el primer intento fracasaba a estas alturas de la vida quizás ya no le concedería una segunda oportunidad.

Memoria de elefante, publicada originalmente en 1979 (disponible en Mondadori y Debolsillo, traducida por Mario Merlino), narra el transcurso de un día, un viernes, dese la perspectiva de un médico psiquiatra –la psiquiatría es la especialidad médica que estudió Lobo Antunes- que padece una profunda depresión. Asistimos a su rutina: su trabajo y su relación con los compañeros en el hospital, la consulta con un joven paciente acompañado de sus padres, la comida con un amigo, la salida de sus hijas del colegio a la que asiste de incógnito, el rato que pasa en un bar, su cita con el dentista, la terapia de grupo con su psicoanalista y, ya de noche, incapaz de regresar a la casa desnuda en la que vive solo, su visita al casino, todo ello envuelto en trayectos en coche por una ciudad, Lisboa, sometida a su instinto observador que la eleva a personaje de pleno derecho de la novela.

No obstante, es su mundo interior el que se erige en protagonista indiscutible a través de un discurso introspectivo, ensimismado, plagado de reflexiones, de observaciones, de reminiscencias, dudas y remordimientos, separado del otro, del exterior, por un límite bien nítido el cual interfiere a través de una trama, de un contacto con los otros reducido a la mínima expresión. La mente a la vez lúcida y confusa del psiquiatra llena la novela a través de un enfoque que puede recordar a Thomas Bernhard si bien Lobo Antunes se guarda de replicar el característico estilo del escritor austriaco.       

Memoria de elefante resulta también deudora del Ulises de James Joyce, en la medida en que la narración transcurre durante un día en la vida cotidiana de su protagonista cuya escueta trama se expande a través de la febril actividad de su mente. Así, de forma aleatoria, nos familiarizamos con las circunstancias de su pasado: el abandono aún reciente de su hogar el cual se nos presenta como un hecho consumado sin atender a las razones que le llevaron a tomar tal decisión, el recuerdo vivo de la mujer abandonada a la que echa de menos y sin embargo por orgullo se resiste a contactar, la oprimente soledad, la sensación de desamparo, los recuerdos de su estancia como militar en Africa durante la guerra colonial, su bagaje familiar.

Es la historia de un hombre a la deriva, arrastrado hacia el vacío pero que de cara al exterior guarda las apariencias en la medida en que sigue cumpliendo de forma mecánica las funciones y los ritos de su vida cotidiana. Un hombre al que, víctima de sus propias carencias, acecha la locura como una amenaza indeterminada pero palpable, reconocible. Su sombra se transmite a través de la visión singular, original, que emana del discurso de su protagonista, presentado en tercera persona y sustentado en los recursos narrativos del autor. Un discurso florido, nutritivo, rico en metáforas y observaciones plenas de ingenio, que cubre todas las gamas emocionales desde la agresividad y el exabrupto hasta la inevitable tentación a la autocompasión. Sólo en última instancia se permite el autor un leve apunte de esperanza.


Una sólida primera novela, en definitiva, deudora de sus referentes a la hora de construir un marco en el que el talento y la personalidad de Lobo Antunes afloran como una invitación a insistir, a profundizar.   

jueves, diciembre 15, 2016

Comisiones / Commissions

El bajo del colchón me comunicaba que a partir de ahora tendría que cobrarme comisiones. Entonces, desperté.



The under the mattress informed me that from now on would have to charge comissions. Then, I woke up.

lunes, diciembre 12, 2016

jueves, diciembre 08, 2016

refugiado / refugee

Ahora que por fin tenemos gobierno y, cada día que pasa, un mejor entendimiento entre los dos grandes partidos a lo mejor ha llegado el momento de que España se declare dispuesta a acoger a otro refugiado.




Now that we have a government at last, and every following day a better understanding between the two major political parties maybe the time has come for Spain to declare itself ready to host another refugee.

lunes, diciembre 05, 2016

Little Cloud / Nubecilla



Qué dulce ser una nube
Flotando en el azul

Tumbado despierto, tarde la otra noche
Escuché sobre mí un temblor
Miré hacia arriba, era una pequeña nube
De la que pendía una cuerda dorada

Ya sabes, a la cuerda di un leve tirón
Sólo para averiguar qué había en el otro extremo
Justo entonces una voz bajó hasta mí y dice
“Oye, ¿quieres ser mi amigo?”

Y flotar conmigo hacia tierras lejanas, maravillosas y despejadas
Flotar conmigo hacia tierras lejanas, maravillosas y despejadas

¿Ves?, soy una alegre nubecilla
Me río y entonces floto y canto mi canción
Pero a las otras nubes no les gusto nada
Dicen que no me comporto nada bien

¿Sabes? Se supone que una nube tiene que ser triste
Para llorar, gemir y arrancarse su pelo y tal
Pero da igual cuánto me esfuerce
No logro que me caiga la primera lagrimita

Oh, flota conmigo hacia tierras lejanas…

Dije, “Oye, me gustas nubecilla
Eres una tipa pequeña y agradable, sí”
“¿Me estás tomando el pelo?”, dijo la nubecilla
“¿No te das cuenta del vestido tan bonito que llevo puesto?”

¿Ves? Soy la más bonita y estilosa nubecilla
Que puedas encontrar por allá arriba
Me dejé caer para ti sólo por un rato
Por ver si podías darme algo de amor

Y flotar hacia tierras lejanas…

Justo entonces la jefa de las nubes asomó
Y dice, “Oye, muchacha, ¿qué crees que estás haciendo ahí?
Te lo he dicho tantas veces
Pero no pareces hacer ningún caso

Sabes que deberías estar flotando allá arriba
Así que no te sorprenda por aquí abajo otra vez
Y según mi nube se desplazó fuera de mi vista
Cae un dulce chaparrón

Alegre lluvia cayendo
Roja, verde, azul y dorada
Y cada gota, al caer, sonreía
Y echando la cabeza hacia atrás, empezó a cantar

Oh, flota conmigo hacia tierras lejanas... 



viernes, diciembre 02, 2016

Dylan, Cohen, música y literatura

La muerte de Leonard Cohen –como ya sucediera con la de David Bowie o la de Lou Reed- invita a reflexionar sobre el enorme vacío que deja la marcha de los grandes iconos de la cultura pop, una pérdida que la propia ley de la naturaleza alimentará durante los próximos años, y a preguntarse quiénes son los llamados a sucederles, si estarán en condiciones de tapar el boquete creativo y sentimental que dejan o de proporcionar sueños a la altura de los que aquellos inspiraron.

Ello coincide con la controvertida decisión por parte de la Academia sueca de conceder el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan. Sin entrar en el debate sobre los merecimientos acumulados al respecto o no por el cantante de Minnesotta llama la atención que se haya pasado por alto que fue precisamente el Jurado de los Premios –entonces- Príncipe de Asturias quien sentara precedente al conceder unos años antes su galardón de Literatura a otro artista conocido sobre todo por su faceta de cantante y compositor: el propio Leonard Cohen, una decisión que en su día apenas levantó polémica en nuestro país.

Tanto Dylan como Cohen tienen experiencia como escritores, de lo que se entiende por una literatura convencional, pero a nadie se le escapa que su mayor reconocimiento  se debe a la creación de los textos de sus canciones y a ellas alude expresamente el comunicado del premio. Con el paso del tiempo ambos se convirtieron en figuras incontestables de la música pop pero lo que les emparenta en gran medida como artistas es su origen como miembros de la escena folk. De hecho, su música –al menos en un principio- no es de las que levantara grandes pasiones en nuestro país, en buena medida dado el desconocimiento de la lengua inglesa entre nuestra juventud durante aquellos años sesenta y setenta. Sus composiciones –en el caso de Dylan especialmente en la etapa previa a su electrificación-, sonaban más bien monótonas, austeras. 
Comparadas con las de otros artistas se echaban en falta estribillos pegadizos, ritmos contagiosos o aventurismos instrumentales. La razón es que su gancho residía en sus textos, en las letras, ésas que salvo para el reducto de enteradillos, se nos escapaban en gran medida. Ellas eran las encargadas de transmitir una emoción apoyada en matices: inflexiones de la voz y detalles en un sonido austero. 

En su origen la música folk es la más genuinamente popular, tradicional medio de expresión de la gente más sencilla e inculta –el término deriva de la palabra volk: pueblo, en alemán- , que al igual que otros géneros, experimentó un resurgimiento a partir de los años sesenta coincidiendo con la explosión del pop. En su repertorio sus artistas tendían a combinar melodías tradicionales por ellos adaptadas con composiciones propias. Es por tanto el lenguaje popular junto a su temática el que se recupera en esta clase de música. Como es lógico dicho legado se vio enriquecido con la incorporación de múltiples aportaciones tanto contemporáneas como asociadas al gusto y a las inquietudes culturales y personales de cada artista. 


En Dylan y Cohen es notoria la influencia en sus orígenes de Allen Ginsberg, el poeta más reconocible de la generación beat, autor del controvertido poema Aullido cuya publicación a punto estuvo de costarle la cárcel a su editor acusado de obscenidad. Me gusta pensar que a través de Dylan es este legado, el de la tradición folk, el de la generación beat, el que viene también reconocido por la Academia sueca en la medida en que supuso sacar a la literatura de los cauces establecidos para moldearla y, con el apoyo de la música, hacerla accesible a tanta gente mayoritariamente joven que de otro modo no se hubiera aproximado a ella. En este sentido el premio anima a reflexionar sobre la relación entre música y literatura, literatura y música.

Ha sido también muy comentada la reacción de Bob Dylan ante la concesión del Premio, como si su aparente desinterés hubiera supuesto un feo para los doctos académicos suecos o, de algún modo, hubiera justificado a quienes criticaron la concesión del galardón a alguien como él. Llama la atención que, a diferencia de tantos artistas hoy perfectamente asimilados por el engranaje institucional ante el que en su día se rebelaron siendo dicho antagonismo el que les granjeó su estatus, Dylan mantiene una actitud díscola y desdeñosa fiel a su leyenda, al menos en apariencia. Da así la impresión como si el Nobel de Literatura hubiera recaído este año en un personaje en lugar de en un autor.

Entiendo que mi percepción no es desprejuiciada. Pertenezco a la generación del baby boom y tanto Dylan como Cohen forman parte de mi paisaje sentimental pese a que nunca he sido un gran fan de ninguno de los dos, sin perjuicio de reconocer su enorme influencia en multitud de artistas y en el imaginario colectivo. De ahí mi preocupación ante el vacío que está dejando la marcha de tantos influyentes creadores y mi duda sobre si quienes vienen detrás no serán en comparación meros sucedáneos. Para las generaciones posteriores queda, al menos, su legado si es que guarda algún sentido para ellas. Reconozco que, en comparación, las más recientes cuentan con una gran ventaja y es que, a diferencia de nuestros ídolos, los SuperMario, Pokemon y demás son desde su misma concepción, estos sí, inmortales.